«Antígona» de Sófocles

Antígona dice este monólogo poco antes de ser llevada a la muerte por haber desobedecido las leyes de los hombres (la prohibición de dar sepultura al cuerpo de Polinices, su hermano, por traidor) y haber obedecido las leyes de los dioses dándole sepultura a su hermano.

ANTÍGONA:

¡Oh sepulcro, cámara nupcial, eterna morada subterránea que siempre ha de guardarme! ¡Voy a juntarme con casi todos los míos, a quienes Perséfone ya ha recibido entre las sombras! ¡Desciendo la última y la más desgraciada, antes de haber vivido la parte de vida que me había sido asignada! ¡Allí al menos iré nutriendo la certera esperanza de que mi llegada será grata a mi padre (mi querido padre); grata a ti, madre mía, y grata a ti también, hermano mío, bien amado! Mis propias manos, después de vuestra muerte, os han lavado, os han vestido y han derramado sobre vosotros las libaciones funerarias; y hoy, Polinice, por haber sepultado tus restos, ¡he aquí mi recompensa! No he hecho, sin embargo, a juicio de las personas sensatas, más que rendirte los honores que te debía. (Es verdad que si hubiese sido madre con hijos por quienes mirar, si mi esposo hubiese estado consumiéndose por la muerte, nunca me hubiera impuesto tal tarea en contra del pensar de los ciudadanos. Pero ¿qué razón justifica lo que acabo de decir? Después de la muerte de un esposo me hubiera sido permitido tomar otro esposo; y por el hijo que hubiese perdido me hubiera podido nacer otro. Pero puesto que tengo a mi padre y a mi madre encerrados en el Hades, ya no me puede nacer otro hermano.) Por esta razón, ¡oh hermano mío!, te he honrado más que a nadie, aunque a los ojos de Creonte haya cometido un crimen y realizado una acción inaudita. Y ahora, con las manos atadas, me arrastran al suplicio sin haber conocido el himeneo, sin haber gustado de las felicidades del matrimonio ni de las de criar hijos. Abandonada de mis amigos, ¡desgraciada!, voy a encerrarme viva en la caverna subterránea de los muertos. ¿Qué ley divina he podido transgredir? ¿De qué me sirve, infortunada, elevar todavía mi mirada hacia los dioses? ¿Qué ayuda puedo invocar, ya que el premio de mi piedad es ser tratada como una impía? Si la suerte que me aflige es justa a los ojos de los dioses, acepto sin quejarme el crimen y la pena; pero si los que me juzgan lo hacen injustamente, ojalá tengan ellos que soportar más males que los que me hacen sufrir inicuamente.